Hemeroteca de la sección “cuento”

Desde hece mucho tenía deseos de publicar en el blog este cuento del escritor colombiano Efraín Medina Reyes. Cualquier presentación sobra frente a la magia del relato. Disfrútenlo.

CINEMA ÁRBOL

Por Efraim Medina Reyes

El teatro Apolo no tenía techo. Todos los fines de semana íbamos en grupo para ver películas mexicanas de risa y de pistoleros; cuando el dinero no alcanzaba para pagar la entrada recurríamos a Cinema Árbol y por mitad de precio veíamos la película.
Cinema Árbol estaba al lado del teatro Apolo.
Se trataba de un largo y angosto patio con un árbol en medio, que terminaba justo donde empezaba un arroyo. En verano el arroyo estaba seco y podíamos atravesarlo a pie y en invierno el dueño de Cinema Árbol tiraba como puente una escalera de metal.
Cuando los aguaceros crecían y desbordaban el arroyo no había función, tampoco abrían el teatro Apolo porque, aunque escampara, el piso de cemento estaba desnivelado y en el centro se formaba una gran laguna. El patio de Cinema Árbol siempre estaba limpio, cerca de la casa la mujer del dueño había sembrado hortalizas y con una hilera de piedras chinas había señalado los límites entre sus matas y el negocio de su marido. La casa era de madera, estaba un poco inclinada hacia la izquierda y el color de las paredes se había ido evaporando con los años, dejando manchas grises y amarillas como las que suelen tener ciertos perros callejeros. Pero el árbol era imponente. El dueño había incrustado unos peldaños en el tallo y en las ramas había clavado tablas de diferentes tamaños que hacían las veces de asientos. Al principio todo funcionó bien, pero apenas el administrador del teatro Apolo se percató contrató albañiles que subieran la pared del teatro. Empezó una lucha: el dueño pasaba las tablas a ramas más altas y el administrador ordenaba una nueva fila de ladrillos. Un domingo – por fortuna todavía no había entrado nadie al teatro- se cayó un pedazo de pared y el administrador tuvo que rendirse. Los cimientos del teatro Apolo no se habían hecho pensando en un rascacielos y, a fin de cuentas, Cinema Árbol sólo tenía capacidad para catorce espectadores.
Yo solía ir muy arriba; en una tabla donde apenas quedaba espacio para alguien flaco solía acomodarme.
Casi nunca tenía compañía porque era arriesgado llegar allí. En una ocasión al subir encontré a una chica sentada apaciblemente justo del lado mío de la banca. Me observó sonriente y sentí rabia. Iba a bajar a reunirme con mis amigos pero ella me agarró del brazo y me dijo:

- Aquí cabes, si quieres…

- Es mas cómodo para uno – dije fulminándola con la mirada.

Ella me soltó, se corrió hacia un extremo de la tabla y me hizo señas de sentarme. Sus ojos oscuros tenían más estrellas que el cielo arriba, sentí un ligero temblor en las rodillas.

- Aquí cabes – repitió y sentí rabia al darme cuenta que ya no tenía rabia.

Me senté y fijé la vista en la pantalla blanca del teatro. Había oscurecido del todo pero todavía no empezaba la función, supuse que tenían líos con el proyector. Los chiflidos del teatro no tardaron en llegar y desde el árbol todos los secundamos, menos ella. Chiflé con todas mis fuerzas y, mientras lo hacía, la miraba por el rabillo del ojo. Ella estaba allí, inmóvil y ausente, como una esfinge. Su pelo, movido por la brisa, me tocaba la cara. Chiflé de seis formas distintas sin lograr inmutarla. Pensé: “No tiene mugre en las uñas ni sabe chiflar. ¿De qué planeta venía?”

- ¿No te gusta chiflar?

- Sí – dijo ella – . Me gusta mucho.

- ¿Y porqué no lo haces? – Se encoge de hombros. Pienso: “te agarre pequeña. No sabes hacerlo ni entiendes de eso. No tienes mugre ni siquiera en las orejas. Estás perdida” – No debes tener vergüenza si no sabes, a mí me llevó mucho tiempo aprender. Si quieres, te puedo enseñar algo fácil como…A
Me mira indiferente mientras imito un azulejo.
La rabia regresa y crece cuando ella imita, sin esfuerzo, un canario, y luego la rabia se vuelve asombro cuando ella repite mis seis chiflidos de antes y agrega tres más que nunca había escuchado.

- ¿Cómo te llamas?

- Efraim – digo y me falta el aire y tiemblo y evito mirarla- . ¿Y tú?

- Xiomara. Es feo, ¿no?

- Es raro, pero me gusta.

- A mí me gusta Efraim.

- A mí no- respondí y me puse triste sin saber por qué.

Saqué dos mentas y le ofrecí una. Observe concentrado cómo la sacaba del envoltorio y la metía en su boca, una boca roja y pequeñita en forma de corazón.
Cuando saqué la mía el ruido que hizo el papel me pareció un estruendo. El corazón me latía aprisa y en el estómago tenía un susto y las sienes me palpitaban como cuando hacía algo malo.

- Va a empezar- dijo ella muy cerca de mi oído.

La noche era más oscura desde sus ojos y allí se reflejaban los créditos de la película corriendo por la pantalla del teatro.

-¿Y los trailers?

-Ya los pasaron- dijo riendo-, pero tú estabas en la Luna.
Gire la cabeza hacia la pantalla y apreté las rodillas para darle todo el espacio posible. En toda mi vida nunca había tenido aquella extraña sensación de no saber qué hacer con mis manos y el inaplazable deseo de llegar pronto a casa para limpiarme las orejas. Ella seguía quieta, una de sus manos estaba apoyada en su rodilla y casi rozaba la mía. No recuerdo esa película, pero su risa y su pelo sobre mi cara todavía los siento.
En los muros del patio el dueño había pegado afiches de películas gringas más grandes y coloridos que los del teatro Apolo. Un hijo del dueño que vivía en Nueva York se los enviaba cada cierto tiempo. El dueño me contó que su hijo trabajaba como ayudante de cocina en un restaurante de Manhattan donde solían ir a comer algunos de los acores que aparecían en esos afiches, incluso le había prometido mandarle algún día un afiche firmado por el invencible Bruce Lee. En la puerta del patio se plantaba la mujer del dueño, y así no tuvieras el dinero completo, siempre te dejaba entrar. Antes de dejar subir a alguien el dueño revisaba con celo cada tabla. Era alto y fuerte, tenía el pelo blanco en las sienes y las cejas muy negras, siempre usaba pantalones negros y ajustados como los chachos del oeste. Al poco tiempo de hacernos amigos me regaló una foto marrón de Clint Eastwood que resplandecía en la pared de mi cuarto. Lo único chocante en él era su manía por el tabaco. Mientras pasaban las películas él fumaba uno tras otro y el olor invadía el árbol. Cuando le dije que ese olor me daba mareos y ganas de vomitar se limitó a encoger los hombros murmuró entre dientes que uno se acostumbra a todo. A veces tenía pesadillas y despertaba con la sensación de aquel olor impregnando mi cuarto. Cuando la película le gustaba mucho y quería concentrarse el dueño subía hasta la copa del árbol, allí donde sólo llegaban él y las águilas.
Xiomara y yo nos encontrábamos cada viernes en aquella tabla. Al comienzo sólo nos rozábamos las manos, pero después fueron llegando los apretones, los besos de tarro y las películas pasaron a ser algo secundario, a menos que fueran muy buenas. La besaba suavemente e intercambiaba con ella mi pastilla de menta mientras al fondo se escuchaban los gritos y suspiros que provocaban Antonio Aguilar y Jorge Rivero, y las carcajadas producidas por Viruta y Capulina, Cantinflas, Resorte y tantos otros monicongos.
Xiomara era hermosa, tenia el pelo lacio y oscuro, los ojos dorados y un lunar redondo en el cuello; era más bella que Maria Félix y Libertad Lamarque juntas. Cuando ella reía, el árbol temblaba.
La más leve llovizna hacía correr al público del teatro Apolo en busca de amparo mientras nosotros en el árbol permanecíamos invictos. Se necesitaba un aguacero para hacernos bajar, y si esto sucedía entrábamos en la casa y la mujer del dueño preparaba chocolate caliente para todos. Mientras bebíamos apretados en los bancos de la cocina el dueño nos contaba historias; el árbol lo había traído su padre y cuando lo sembró tenía tres pulgadas de altura. Parte del viaje que los trajo a Ciudad Inmóvil lo habían hecho a caballo y luego en un destartalado jeep. Atrás no quedaba nada, balaceras e incendios más salvajes que los de cualquier película devoraron las casas, plantas y animales. Parte de su familia fue asesinada y cada cual trató de salvar lo que pudo. Su padre los trajo a él, dos hermanos más pequeños y aquel árbol. Su madre, por fortuna, había muerto antes que llegara el infierno. Por eso su padre lo plantó en el centro del patio, para recordarla cada amanecer. Mientras el dueño habla su mujer le aprieta la mano con las suyas. La mujer del dueño tiene manos pequeñas blancas y suaves como un ángel de mármol.
Una noche se partió la rama debajo de la nuestra y tres chicos cayeron como mangos maduros sobre la alfombra de arena que el dueño había hecho alrededor del árbol para aminorar golpes en caso de accidentes. No era la primera vez que alguien caía, pero uno de los chicos se rompió un brazo y hubo que avisar a los padres mientras el dueño lo llevaba al hospital. El padre de aquel chico armó un escándalo y amenazó con matar al dueño si insistía en con ese negocio. El dueño le resto importancia a las amenazas y Cinema Árbol continuo abierto. Sin embargo, el administrador del teatro aprovecho las circunstancias para hacer campaña de difamación contra lo que el llamaba “peligroso invento”. Vinieron periodistas y la radio y la prensa local convirtieron al dueño en un hombre sin escrúpulos que por ganarse unos pesos ponía en riesgo la vida de niños indefensos. El inspector de policía del barrio ordenó en cierre definitivo y hasta habló de talar el árbol.
Una semana después, Xiomara y yo entramos al teatro Apolo; cuando la película empezó miramos hacia el árbol y en lo más alto descubrimos la lucecita roja del tabaco y una mano enorme que en la creciente oscuridad nos saludaba. Estar en aquellas sillas de metal era incómodo, hacia frió y demasiada gente como para que una pareja de cuervos enamorados pudiera besarse.
Cuatro de los chicos que solían estar en el Cinema Árbol decidieron seguir fieles y no entrar al teatro Apolo; durante las funciones giraban en torno al teatro y lanzaban bolas de barro y bolsas de agua sucia a los asistentes. Xiomara y yo optamos por unirnos a ellos y participar de los ataques. El administrador del teatro tuvo que contratar guardias y aun así las porquerías seguían cayendo y ahuyentando uno que otro espectador.
El tiempo pasó y la familia de Xiomara se fue a otra ciudad. El teatro Apolo fue cerrado y aquel sector se hundió en el abandono. Después alguien compró esos terrenos y abrió un parqueadero. El árbol se fue secando. Todos los teatros del barrio corrieron una suerte parecida y en el centro de Ciudad Inmóvil inauguraron los modernos cinemas con aire acondicionado y sillas acolchonadas. Nunca más iba a ser necesario esperar el anochecer para empezar la función. Las tablas del roble muerto fueron cayendo una tras otra, la nuestra fue la última.
Ahora en ese lugar funciona el centro comercial Apolo 11; en el lugar donde estuvo el árbol hay una heladería y alguien me contó que el propietario se llamaba Marcos y había vivido unos años en Nueva York. En las paredes de la heladería están algunos de los afiches de Cinema Árbol y uno, detrás de la barra, tiene la imagen del Dragón Invencible con su flamante firma abajo. A veces entro a comprar alguna revista o una paleta de limón y veo a la mujer del dueño en una mecedora y la saludo y ella me mira extrañada. Es una anciana silenciosa, las venas se transparentan en sus pequeñas manos que tiemblan, sus ojos apagados tratan en vano de recordarme. Su hijo me sonríe desde el mostrador. Hemos cruzado algunas palabras, me ha contado que a los pocos meses de firmarle el afiche Bruce Lee fue encontrado muerto.
Mientras atiende a otras personas observo el afiche y me dan ganas de preguntarle por el dueño pero no me atrevo y me doy cuenta de lo ordenado y limpio que está siempre el negocio. El aviso que prohíbe fumar espabila frente a mí y al lado del aviso está la placa de un automóvil de California, todo lo trajo él de allá… La anciana en la mecedora me hace un gesto y el corazón se me pone pequeño y cuadrado y quisiera explicarle quién soy pero no me atrevo. Entonces salgo con la revista debajo del sobaco, enciendo un tabaco que jamás fumaré y miro en la parte alta de la fachada aquella tabla donde sólo podrían sentarse dos personas pequeñas y delgadas y sobre la cual una mano enorme y poderosa de chacho del oeste grabó el nombre de la heladería: Cinema Árbol.

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OBJETO
para la primera página de su enésimo libro el autor quería un espacio en blanco. un espacio que cegase al lector de modo que tuviese que aprender, de nuevo, a comportarse frente a las páginas de un objeto desconocido.

OBJETO
para a primeira página do seu enésimo livro, o autor queria um espaço em branco. um espaço que cegasse o leitor, de modo a que ele tivesse que aprender, de novo, a comportar-se perante as páginas de um objecto desconhecido.

CAJA
Sólo pasados algunos siglos el hombre comprendió que las promesas pueden darse vacías. una caja sin nada adentro. Pero incluso así se les da el mismo nombre: promesas. En fin, dice el hombre para sí mismo, todavía me queda una caja.

CAIXA

só passados alguns séculos o homem compreendeu que as promessas podem ser entregues vazias. uma caixa sem nada dentro. ainda assim, dão-lhe o mesmo nome, promessas. enfim, diz o homem para si mesmo, ainda me resta uma caixa.

TODAVÍA
El hombre, ya muy viejo, guardaba en la caja todo su dinero. un día una mujer tocó a su puerta y lo atrajo hasta un descampado. Ahí dos hombres lo atacaron y lo amarraron de pies y manos. Cuando se soltó ya era de mañana. Al regresar a casa, se dio cuenta de que se habían llevado la caja. El hombre comprendió que incluso sin la caja las promesas son algo que se mantiene. promesas de días mejores, por ejemplo. no siempre creemos en ellas. pero las promesas sobreviven.

AINDA
o homem, já muito velho, guardava na caixa todo o seu dinheiro. um dia, uma mulher bateu à porta e atraiu-o para um descampado. aí, dois homens atacaram-no e prenderam-no de pés e mãos. soltou-se era já manhã. ao regressar a casa, apercebeu-se de que lhe haviam levado a caixa. o homem compreendeu que, mesmo sem caixa, as promessas são algo que se mantém. promessas de dias melhores, por exemplo. nem sempre acreditamos nelas. mas as promessas subsistem.

Luíz Felipe Cristóvão (Torres Vedras, Portugal-1979)

Las traducciones son mías. Para leer otros cuentos breves visite el blog de Luís Felipe aquí

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Cuando el año pasado supe que Rayuela, la novela de Julio Cortázar, iba a ser publicada por primera vez en Portugal, me alegré y me entristecí al mismo tiempo. ¿Cómo era posible que una obra maestra como Rayuela hubiese tardado 45 años en ser publicada aquí? Sentí pena por los lectores y escritores portugueses que no habían tenido la oportunidad de conocer a La Maga y a su bebé Rocamadour. Y es que muchos de nosotros, lectors y escritores latinoamericanos, nos enamoramos de Paris, y en Paris, siguiendo las páginas de Rayuela. Cortázar nos enseñó que la novela podía ser “otra cosa”, un cuerpo vivo, espiritual y libre. Conozco colegas que se saben capítulos de Rayuela de memoria y cuando los recitan las chicas caen como moscas a su alrededor. Yo creo que pocas mujeres podrían resistirse al hombre que le susurrara al oído el capítulo 68.

Pocos escritores latinoamericanos despiertan en el público la simpatía de Cortázar. Lo maravilloso es que sus simpatizantes también son sus lectores. Cientos de miles de cortazarianos por el mundo. Y cuando ya creíamos haberlo leído todo de nuestro maestro, aparece un libro con textos inéditos de Julio. Los editores lo han titulado Papeles Inesperados y contiene: 11 relatos; 3 historias de cronopios; una de las cuales reproduzco aquí en el blog; un capítulo del ‘Libro de Manuel’; 11 episodios protagonizados por Lucas; 4 autoentrevistas; 13 poemas; además de ensayos, prólogos y papeles inclasificables.

El libro está disponible en las librerías españolas desde el pasado 2 de mayo. A Colombia llegará el próximo día 15. ¡Qué afortunados somos los lectores hispanos! No quiero ni imaginar cuánto tardará este libro en ser traducido al portugués.

Vialidad (Historias de Cronópios y Famas)

Un pobre cronopio va en su automóvil y al llegar a una esquina le fallan los frenos y choca contra otro auto.

Un vigilante se acerca terriblemente y saca una libreta con tapas azules.

¿No sabe manejar, usted? ¿grita el vigilante.

El cronopio lo mira un momento, y luego pregunta:

¿Usted quién es?

El vigilante se queda duro, echa una ojeada a su uniforme como para convencerse de que no hay error.

¿Cómo que quién soy? ¿No ve quién soy?

Yo veo un uniforme de vigilante -explica el cronopio muy afligido-. Usted está dentro del uniforme pero el uniforme no me dice quién es usted.

El vigilante levanta la mano para pegarle, pero en la mano tiene la libreta y en la otra mano el lápiz, de manera que no le pega y se va adelante a copiar el número de la chapa. El cronopio está muy afligido y quisiera no haber chocado, porque ahora le seguirán haciendo preguntas y él no podrá contestarlas ya que no sabe quién se las hace y entre desconocidos uno no puede entenderse.

Julio Cortazar (1952)

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El fantasma

Desde que murió mi madre escucho pisadas en el corredor y ruido en la cocina. ¿Se puede ser ateo y creer en lo sobrenatural?, me preguntaba una y otra vez. Hace una semana, mientras dormía, me jalaron los pies. Sobresaltado miré hacia el techo. Una mujer que se podría confundir con mi madre me sonreía. Desde entonces duermo tranquilo: mi madre también era atea.

Lauren Mendinueta

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Me encanta leer diarios y correspondencias de escritores. Asomarme a la vida privada y “real” de aquellos que viven de, y para, la invención de otros mundos. Algunas veces, la historia el autor llega a parecerme más interesante que sus propios libros. Recuerdo, por ejemplo, que al leer las cartas que intercambiaron Scott Fitzgeral y su mujer Zelda entre 1919 y 1940 (Grijalbo Mondadori, 1994), me encontré con una historia muy superior a todas las novelas o cuentos escritos por ninguno de los dos. La verdadera gran novela, a ratos demasiado dolorosa, la escribieron a cuatro manos. La correspondencia se interrumpió trágicamente porque Zelda murió en el hospital Psiquiátrico Highland, durante un incendio que, se ha insinuado, pudo haber provocado ella misma y en el que perdieron la vida nueve mujeres en total.
Otro libro maravilloso que les recomiendo leer es el que recoge las Cartas Poéticas e íntimas de Emily Dickinson (Grijalbo mondadori, 1996). En ellas es imposible distinguir la distancia entre la autora y la persona. Nadie como la pequeña de Amherst supo ser en su vida una absoluta unidad. Sus cartas tienen tanto interés como su poesía y fascinan del mismo modo.
El año pasado la revista francesa Belles Latinas, le pidió a varios escritores latinoamericanos que escribieran una narración autobiográfica con el tema Un día en la vida de… En exclusiva para Inventario tengo la primicia de compartir con ustedes un día en la vida del escritor mexicano Antonio Sarabia. El título de su narración es un homenaje a J.D. Salinger, y a su cuento Un día perfecto para el pez banana. La foto del pez luna, junto a Antono Sarabia, la tomó Daniel Mordsinsli.

UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ LUNA

Hace unos días, cansado de libretas, lápices y ordenadores, acudí a refugiarme al oceanario de Lisboa. A veces me sosiega entrar ahí, me ayuda a pensar. Me encanta introducirme en su fresca penumbra donde la luz proviene del inmenso tanque central reputado como el más grande de Europa y, después de recorrerlo un rato, sentarme a meditar en algún recoveco donde impere la quietud y el silencio. Me siento bien acompañado junto a los versos de Sofía de Mello intercalados a trechos en los amplios corredores que miran al colosal y redondo acuario. Un océano diminuto al que hay que contornar varias veces desde distintos niveles para apreciarlo por entero. Se diría que la placidez y la calma se proyectan hacia nosotros desde la dilatada pecera donde se desplazan con desmayada lentitud numerosos bancos de peces, de distintos tamaños, formas y colores. Yo me dejo seducir por la paz de sus serenos movimientos. Sigo con la vista la gran variedad de tiburones y las enormes mantarrayas aleteando mansamente hacia ninguna parte. Todos flotan leves en esa etérea transparencia en la que la gravedad parece perder toda importancia.
Las variaciones en la temperatura del agua favorecen la creación de distintos ambientes marinos permitiendo así las concentraciones de diversas especies en puntos opuestos del gigantesco embalse. Según la altura y el ángulo en que me encuentre, o el rincón desde el que mire, puedo apreciar las diversas formas de la vida oceánica. Desde las siniestras morenas exhibiendo sus feroces mandíbulas dentadas y las anguilas serpenteando entre las rocas hasta las rayas color arena con el aguijón extendido, inmóviles, camuflándose entre las piedras y corales del fondo.
Entre todos esos seres admirables sobresale la descomunal silueta del pez luna. El único ejemplar de su especie que posee el acuario. Yo lo veo como un pavoroso engendro antediluviano. Me es imposible encontrarle forma de pez, o de luna, a pesar de su blancura. Me parece más bien un lento y amorfo meteorito que atraviesa la inmensa pecera con la pesada majestad de un pálido y rugoso satélite acuático. Él es el emperador del estanque. Su enorme tamaño le hace reinar sin disputa sobre los demás habitantes a quienes parece observar con su enorme ojo fijo, igual a la claraboya de un deforme Nautilus que explorara indiferente su entorno.
Su pausado orbitar me perturba y fascina. ¿A dónde va durante ese constante ir y venir por la pecera? ¿No lo imito yo, no lo imitamos todos nosotros, en nuestro constante gravitar por el mundo? Peces extraviados en un oceanario más amplio, persiguiendo ya no se qué absurdos empeños, dando vueltas y más vueltas para retornar tarde o temprano al punto de partida: el umbroso corredor espiral con los versos de Sofía de Mello grabados en sus muros.
Esta última vez el pez luna, como si leyera mi mente, acercó de pronto su monstruosa cabeza a la vidriera. Se habría dicho que el espectador era él y asomaba lleno de curiosidad a esa otra vida que se extendía en el pasillo. Clavó en mí su repulsivo e insolente ojo negro y me sentí descubierto. ¿Sería esa la primera vez que me observaba o, habiéndome advertido durante mis anteriores visitas, se aproximaba ahora para contemplarme de cerca? ¿Qué pensaría de mi figura torpe, desmedrada, sin aerodinamismo y sin aletas que se mueve sin gracia a ras del suelo? ¿Qué historias se figuraría de mi existencia? ¿Le parecería yo más feo y repelente que él mismo?
Al cabo de unos instantes en los que permanecí paralizado de horror, se dio media vuelta y, mostrándome con desdén su aleta dorsal, prosiguió su interrumpido merodear por la pecera.
Ya no le seguí con la vista. Me apresuré fuera del acuario y no he vuelto a entrar desde entonces. Salí al sol de Lisboa y, bien instalado en su luz, me alejé a toda prisa hacia el cálido y hospitalario ambiente del Farta Brutos, mi restaurante favorito en Bairro Alto. Allí aplaqué mis angustias existenciales pidiendo al amigo Oliveira, el bonachón propietario, que me sirviera sin mayores dilaciones un buen rodaballo a la plancha.

Antonio Sarabia

El blog de Antonio aquí

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Dos lunáticos

Durante unas vacaciones de verano conocí en un bar de Lisboa a un joven que decía que cada noche volaba hasta la luna. Excepto por esa rareza era un tipo más bien simpático. Cuando regresé a Barranquilla le perdí la pista. Cinco años después hice otro viaje a Portugal y me lo volví a encontrar en el mismo bar. Se le veía ensimismado y pálido. Lo saludé tratando de entablar conversación, pero fue inútil. El barman me dijo que de un tiempo a esa parte ya no hablaba con nadie. traté afanosamente de atraer su atención. Nada funcionaba. Entonces recordé su rareza y creí encontrar la clave. Me acerqué a su oreja y aullé como un lobo. Salimos de aquel bar charlando como dos viejos amigos.

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Queridos amigos y amigas, mañana 11 de noviembre Inventario cumple su primer año en la red y quisiera celebrarlo con ustedes. Buscando en la memoria algo para compartir en el pre-aniversario recordé este maravilloso cuento del libro Carroza Para Actores de mi amiga, la escritora cubana, Karla Suárez. Si alguna vez se enamoraron de alguien que conocieron en Internet, si todavía no les pasa pero quieren saber cómo es eso, tienen que leer este relato de amores, encuentros y desencuentros en la red.

Para mí Karla Suárez es una de las mejores narradoras de hispanoamérica. Un buen número de reconocimientos, publicaciones y traducciones han permitido a los lectores de América y Europa conocer su trabajo. A aquellos que no la conozcan les pido que lean este cuento y después hablamos. (La foto de Karla fue tomada por Daniel Mordsinski)

FIN DE SIGLO

Llovía. Anaïs llegó a la acera del bar, miró el reloj y se detuvo. Aún faltaban veinte minutos, así es que tocaba esperar. Trató de cobijarse lo mejor que pudo bajo el paraguas y respiró profundamente. Tenía veinte minutos para calmarse. Lo malo era que llovía y sentía frío en los pies. La gente pasaba muy de prisa sin apenas notarla. Ella debía serenarse aunque el corazón batiera fuerte. Sonrió imaginándose ridícula. ¿A quién se le ocurre pensar en un historia de amor en el último año del siglo? A nadie ciertamente, pero debía calmar su sobresalto. Tenía veinte minutos bajo un paraguas. Debía esperar. (más…)

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Ya estamos a 18  de octubre y el otoño no termina de llegar a Lisboa. Este último mes he pasado más calor que en todo el verano (que fue bastante suave, por cierto) porque cada día saco la chaqueta convencida de que si no lo hago pasaré frio. Y lo que ocurre es que estamos entre los 24 y los 29 grados y con ropa de otoño se pasa un calor terrible. Incluso las noches de agosto fueron más frescas que las de octubre. Mis hijos ya no me hacen caso cuando les digo “traigan sus chaquetas” y la verdad es que lo digo casi por decirlo. En la calle es curioso ver a los más jóvenes de playeras y pantalones cortos, mientras las personas mayores ya visten abrigos, botas y bufandas. Yo diría que estoy en un curioso punto intermedio. Parece que el verano se quedó prisionero en Lisboa: algunos lo disfrutan, otros no lo aceptan, y yo todavía no me lo termino de creer.

En esta noche, en la que echo de menos al otoño, quiero compartir con ustedes una de las mejores minificciones que he leído en los últimos tiempos. A este cuento le tengo un afecto especial porque gracias a él conocí a su autora, y hoy puedo decir que ella, Izaskun Legarza, es una amiga muy querida.

PRISIONERO

Ahorré todos los días de los últimos tres años. Debía convertir mi columna en un castillo sólido que me mantuviera erguido y quería que la operación la efectuara el mejor especialista del país.

Por fin, hace hoy treinta y dos días, cogí el autobús hacia mi destino.

Tumbado boca abajo sobre la camilla sentía la mirada atenta de la especialista recorriendo mi columna vertebral. En su mano el documento que le había dado al entrar. Un tiempo eterno hasta que sentenció: ¡es un trabajo complejo pero puedo hacerlo!

-¿Está usted dispuesto a pasar ocho horas diarias sobre esta camilla durante treinta días?

-¡Por supuesto!- exclamé levantándome de un salto.

Treinta días de sufrimiento sobre la camilla. Treinta noches de dolor y expectación.

Ayer me retiraron el vendaje y dos espejos me permitieron admirar mi espalda. Enmudecí. El castillo tatuado en mi columna es bello, sólido, elegante. Apenas un pequeño detalle lo diferencia del dibujo sobre el que trabajó con esmero la especialista: la puerta en mi espalda está cerrada. Estoy prisionero.

 

Visiten el blog de Izaskum Siempre con historias

(Imagen: Desnudo acostado de espaldas de Amedeo Modigliani)

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Esta semana en Los Convidados  Antonio Sarabia publica una serie de minificciones entre las que incluye una de mi autoría: El Fantasma. Si desean leerla junto a otras del misno Antonio Sarabia, Julio Cortazar, Luis Fayad, Ednodio Quintero e Izakun Legarza, pueden hacerlo visitando Los Convidados aquí. Se las recomiendo.

(Imagenes diseñadas por Alejrando Gelaz y publicadas en mimificciones.com.ar)

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Cuatro minificciones y un poema de LILIAN ELPHICK

 

La geometría de los ojos

Que seas bizco y daltónico es lo que más me excita, a mí, ciega de nacimiento.

 

Amor a toda prueba

Ella era tuerta; él era rey. Se enamoraron ciegamente. (más…)

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